«Hay una librería en la calle Cuarenta y ocho, no lejos de la Sexta Avenida, donde venden sobre todo libros de bolsillo y libros viejos, saldos de los editores. Yo estaba allí el otro día mirando. Era sábado y hacía fresco. La puerta estaba abierta a la calle. Era la hora del almuerzo y los clientes eran ocasionales. La tarde era lenta y la ciudad parecía amistosa y grogui… no se oían quejas. Ese humor de siesta es muy notable en Nueva York y en pleno downtown, muy raro. Era una ocasión misteriosa y alegre, como si a todos los ciudadanos les hubieran repartido su dosis estacional de tiempo y hubieran descubierto que tenían mucho, de sobra, mucho más tiempo del que nunca hubieran imaginado. En la librería todo estaba en calma. Podría haber estado muy lejos, en una ciudad mucho más antigua, recorriendo tiendas de anticuarios. El ritmo era concentrado y sin prisa, mientras los clientes serpenteaban entre las obras de Henry James, Rex Stout, Françoise Mallet-Joris, Iván Turguénev, Agatha Christie y el resto, más y más nombres que iban apareciendo frente a mis ojos mientras seguía mirando. Yo ya había recopilado todo lo que quería comprar —llevaba cinco libros bajo el brazo— y estaba mirando otro, ahora no recuerdo el título, y leyendo una descripción de la comida favorita de Balzac. Lo que más le gustaba al escritor era simple pan cubierto de sardinas que había triturado formando una pasta y mezclándolas con algo. ¿Qué era lo que Balzac mezclaba en su pasta de sardinas? Estaba intentando descubrirlo, leyéndolo todo otra vez y pensando en lo delicioso que sonaba, cuando mis oídos se vieron ofendidos por ásperas voces que chirriaban justo al otro lado de la puerta, gente que hacía comentarios sobre los libros del escaparate.»
LA COMIDA FAVORITA DE BALZAC
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