Profunda es la huella que dejó el narrador, ensayista, articulista y traductor Marcelo Cohen en Barcelona, ciudad en la que vivió casi dos décadas. Eso se pudo apreciar el pasado sábado 25 de mayo en la librería La Calders cuando amigos suyos convocaron a una lectura pública de sus obras que sirvió como un homenaje a é, que lamentablemente nos dejó en diciembre del año pasado.
Del volumen Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas, editado por Bernardo Domínguez Reyes y que cuenta con un prólogo de Jorge Carrión, hemos extraído “Mentir con paciencia y placer”, uno de los muchos que pudimos escuchar en esa ocasión.
Mentir con paciencia y placer
Hace veinte años, en una ciudad a orillas del Río de la Plata, conocí a un tipo tan mentiroso que cuando decía “Buen día” todos iban a la ventana a ver si era cierto. A. no se avergonzaba de las contradicciones: las paladeaba. En el café había contado que era viudo con un hijo, pero un día trajo una muchacha y después anunció que por fin había perdido (él) la virginidad. Hacía proselitismo en nombre de un grupo, Fiebre Proletaria, cuyo programa declamaba de memoria. Puso una imprenta al servicio de nuestra planeada revista y, cuando reunimos los originales, dejó una carta diciendo que lo habían nombrado jefe interino de la Democracia Cristiana de una provincia patagónica. A. volvió, y dijo que se había encerrado a escribir una novela autobiográfica. Se llamaba Nunca hubo cerezos y hablaba de un padre inglés aventurero, y contaba su propia infancia en Kioto y la depravada iniciación sexual con la hija de un poderoso fabricante japonés de termómetros. Una conjura entre pudor cristiano, rigidez nipona y odios de clase obligaba a los amantes a huir a Chile, tras violentar la caja de la fábrica de termómetros. En los Andes la japonesa ejercía su aventajado arte carnal con un arriero mapuche.
Después de tener un hijo con ella, A. la abandonaba, heredaba de su abuelo materno una imprenta porteña, fundaba un grupo revolucionario, se hacía amigos poetas, literalmente se borraba el pasado de la cabeza, conseguía una novia y vivía una iluminación político-religiosa que lo llevaba a cambiar de ideario. Pero al comprender que se estaba mintiendo, decidía escribir una novela para poner las ideas en orden.
El curso de la escritura lo persuadía de que en realidad el desorden era mucho más motivador. Durante absorbentes sesiones escuchamos cómo A. describía sexo incandescente, instructivos detalles del oficio gráfico, paisajes y costumbres que inflamaban la mente, el perturbador susurro de las ideas en mutación. No tardé mucho, pero ya era tarde, en darme cuenta de que mentir con paciencia y placer minucioso es un grado muy alto de la compulsión humana a “hacer literatura”. También comprendí que todo relato cuenta el desarrollo y las consecuencias de un error, que solo podrá repararse en otro relato. Si he contado la historia de A. es porque ahora estoy convencido de que leí su novela. Es como los fantasmas de “Otra vuelta de tuerca”; uno no los olvida, y las cosas inolvidables nunca son del todo inexistentes.
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