Cazadores de icebergs – Alejandro Céspedes. Poesía elevada a la punta del iceberg que oculta una civilización al extremo de sus posibilidades. Una alegoría pura y dura de la obsesión por encontrar una felicidad antropocéntrica irrealizable.
El ombligo ciego de los hijos de los hombres
Cazadores de icebergs centra toda la fuerza de la creación poética en intentar destruir el molde que el hombre ha creado sobre sí mismo para así poder reestablecer su equilibrio natural. El antropocentrismo es una secuela más de la oxidación de los valores implícitos de la propia existencia y la civilización. Alejandro Céspedes parte de la formulación de las catástrofes elementales del matemático francés René Thom para intentar encontrar una explicación a los caprichos de un mundo cambiante al que el ser humano se va adaptando casi sin pestañear. Las guerras, hambrunas, crímenes, desastres ecológicos o maltrato animal son el resultado de una relación absurda y dominante con la naturaleza. De ella partimos inocentes y a ella regresamos criminales, una paradoja de la mutación, que contraviene la teoría de la evolución de las especies y nos convierte en seres absolutamente involutivos pese a la mejora y comodidad del espacio que creamos. No es de extrañar que el poeta abogue por la reducción de nuestra especie y la descolonización. Algo así como forzar la analepsis y retornar al lugar del error, aun sabiendo que todo volvería a ser tal y como es, como en el «día de la marmota», porque la condición humana carece de posibilidad de redención.
Los dioses no nos aplauden
Toda la obra reciente de Alejandro Céspedes se fundamenta en la existencia de la especie humana y en su tránsito por la tierra. El punto de partida a este giro en su poética –a partir de las catástrofes elementales– es su libro Voces en off en el que se centra en crear la escenografía donde posteriormente ocurrirá y concurrirá el hombre. En su siguiente libro La infección de lo humano –quizás movido por la formación y vocación dramatúrgica del poeta– aparece en escena el hombre en sus peores versiones. El ser humano tocado de una dualidad paradójica es, por un lado, dador de vida –de su propia especie– y por otro exterminador de todo lo que se mueva. Al hombre se le conceden esos dos privilegios de vida y muerte, ambos lo convierten en infeccioso y, por ende, en absurdo, dada su propia existencia aniquiladora. De eso trata esta tercera catástrofe elemental, Cazadores de icebergs, llevando al grado sumo de auto anulación de la especie humana la creación de dioses con los que exculparse de todos los males del mundo y a la vez servir de marioneta en la gran función universal.
La especie humana es de otra condición
Leer la obra de Alejandro Céspedes es adentrarse en una cosmovisión reconocida en otros filósofos y pensadores. El lector no podrá evitar que le venga a la cabeza la reflexión filosófica sobre el destino y las ansias de transcendencia de La condición humana de André Malraux; el «dasein» como ser en el mundo en constante modificación de Heidegger; el existencialismo pesimista de Jean Paul Sartre, cuya existencia del ser humano se le hace una pasión inútil; o la visión dramática y angustiosa de la vida de Ortega y Gasset. Y no se vayan todavía, aún hay más, porque en esta función de la vida no puede faltar uno de los mayores genios de la literatura y el drama, Samuel Beckett, el último modernista cuya obra, Esperando a Godot, es la espina cervical de Cazadores de icebergs. Y no es de extrañar que todo el quehacer poético de Céspedes perpetúe los fundamentos de los demiurgos del pensamiento universal. ¿De qué otra cosa que no concierna al ser, estar y transitar del hombre en el mundo tendrían que hablar los poetas aparte de recrearse en el paisaje a lo Virgilio?
Poesía que araña y besa las heridas
Cazadores de icebergs no hace concesiones, no es complaciente con el lector, no es apacible en su visión del mundo, podría hacerte llorar como a Nietzsche al contemplar la maldad del ser humano con lo que logra subyugar, no lo débil ni lo frágil, sino con lo que consigue poner bajo su dominio sin tener en cuenta la fortaleza de lo sometido. Así lo vio Béla Tarr, en su obra maestra El caballo de Turín, así lo traduce Alejandro Céspedes a través de su poética cuando observa el mundo. Y lo hace con una compasión que no parece humana concediéndonos el privilegio de tocar la belleza a través de su lenguaje preciso y repleto de connotaciones sensoriales que no hacen sino estimular el sistema nervioso central y liberar cantidades ingentes de endorfinas. Va a ser verdad que la poesía es terapéutica.
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